La idea de que nuestros hijos puedan crecer sin violencia se va abriendo camino en nuestra sociedad. Aparecen recursos que ayudan a los padres a comprender mejor las reacciones de sus hijos más pequeños, a acompañar a los más grandes en su aprendizaje, y a sobrellevar mejor sus posibles frustraciones. Los grupos de discusión en torno a la parentalidad se multiplican. Entre las muchas inquietudes expresadas, la cuestión de la culpabilización de los padres surge una y otra vez de diversas formas. Querer practicar una educación benevolente, ¿no es acaso atribuirse un modelo de “padres perfectos”, por definición imposible de alcanzar?, ¿no es acaso autoconvencerse de que se puede educar sin conflictos, olvidando nuestras propias necesidades “un disparate culpabilizante y peligroso para los hijos”, según la psicoanalista Claude Halmos[1]?
“Nuevo dogma educativo”
¡Y las presiones sociales no faltan! En un libro cuyo título resulta revelador, Comment devenir parent sans se fâcher avec la terre entière (Cómo ser padres sin enojarnos con el mundo entero), Béatrice Kammerer y Amandine Johais aseguran: “Una de las misiones más importantes que recaen en los padres consiste en asegurar la inserción social de sus hijos, tanto en el presente como en el futuro[2]”. Cegados por el deseo de hacer las cosas bien, y a menudo desarmados frente a los desbordamientos de su progenitura, los partidarios de la benevolencia se verían pronto confrontados a los límites de una propuesta educativa ambiciosa pero “que exige un gran esfuerzo parental y que, para algunos padres al borde del agotamiento, puede dar lugar a un sentimiento de fracaso[3]”.
Para otros escépticos, la educación positiva sería culpabilizante porque promueve la indulgencia y la empatía hacia los niños, pero no ofrece “ningún reconocimiento serio de los sentimientos de los padres[4]”. El peligro de este modelo ideal sería el de producir padres desdichados, que dudan y se sienten culpables. Los críticos más virulentos denuncian “un nuevo dogma educativo” en el cual el niño, prisionero del nido familiar, se enfrentaría muy rara vez a emociones negativas juzgadas necesarias para su desarrollo[5].
Ira y desesperación
Estas alegaciones no dejan de tener una incidencia sobre quienes buscan posicionarse en medio de la afluencia de información ahora disponible en la materia. “Siempre se acusa a los progenitores y se les hace sentir culpables”, me escribe una internauta en respuesta a un artículo sobre la importancia del cuidado materno de proximidad. Las madres, como primeras interesadas, se muestran a veces tanto más reactivas cuanto que creen tener que responder a preceptos contradictorios. “Se puede promover una educación sin violencia […] sin condenar a las mujeres a un encierro en casa y a la obligación de amamantar”, protesta otra participante. “¡Culpabilizar y acusar no es un buen modo de proceder!”
La polémica crece cuando hay estudios que tienden a demostrar que las condiciones que rodean el embarazo, el parto y los primeros meses de vida influyen en el desarrollo posterior del niño[6] algo que se recibe a veces como una puesta en entredicho demasiado pesada de llevar. “Lo que más me chocó escribe una lectora ocasional de PEPS es que se mencione el autismo como una posible consecuencia de ello.” El rechazo puede ser tanto más fuerte cuanto que la persona sienta rabia y desesperación ante una situación sobre la cual cree no tener ningún control.
Los “papás de ahora” conocen también este sentimiento de culpabilidad si rechazan el rol del tercero separador que les sigue asignando el psicoanálisis, sin poder conseguirlo siempre. El conflicto entre sus aspiraciones educativas y el modelo heredado de sus propios padres hace eco a las dificultades de su compañera y pone duramente a prueba la armonía de la pareja. Entonces, ¿cómo poner un poco de orden en todo esto?
El terror que nos habita
Empecemos por la culpabilidad, una sensación desagradable experimentada cuando dos mensajes contradictorios se agolpan en la mente, a menudo en contra de nuestra voluntad. Por un lado, lo que me gustaría ser; por otro, lo que una parte de mí afirma que debería ser. En materia de parentalidad, puede ocurrir que se tengan ganas de golpear a un hijo (o incluso que se llegue a hacerlo) a sabiendas de que es algo inaceptable, o, por el contrario, puede ser que se le expliquen las cosas con serenidad al tiempo que se repele la idea de que merece un castigo. En ambos casos, lo que está en cuestión no es nuestra benevolencia, sino nuestra dificultad para liberarnos de mandatos educativos antaño interiorizados bajo el terror.
Para medir el alcance del temor que nos habita como padres, basta imaginar nuestra reacción si oímos que un familiar juzga a nuestros hijos: es un niño malcriado; tu hija no sabe comportarse en la mesa; no van a hacer nada en la vida si se la pasan divirtiéndose… Muchos posiblemente encogerán los hombros, pero les aterrará la idea de que puedan estar fallando en su “misión” de padres o al menos en la representación que el entorno vehicula acerca de esta. Ahora bien, es la falta de posicionamiento frente a este tipo de alegaciones lo que nos impide estar plenamente “con” nuestros hijos y reactiva en nosotros un sentimiento de culpa que será tanto más obsesionante cuanto que nos resulte familiar.
Servidumbres no resueltas
En un tiempo pasado, todos fuimos seres cercanos a nosotros mismos, sensibles a nuestras necesidades, comprometidos con la vida, como lo son los niños pequeños. El sentimiento de culpa nos era ajeno, pero no tardaría en imponerse en contacto con la problemática familiar. Nuestros padres hicieron recaer en nosotros el peso de sus sufrimientos y crecimos teniendo la certeza de estar en deuda con ellos. De ahí la tendencia posterior del adulto a sentir culpa por atreverse a cuestionar su educación.
Cuando se emprende un camino de parentalidad positiva, es inevitable que estas servidumbres no resueltas se manifiesten, en ocasiones de manera imperiosa. Grande es la tentación de reproducir los esquemas de comportamiento por los cuales nuestros padres nos hicieron responsables de las dificultades de su vida y el modo en que pusieron por encima sus propias prioridades. El sentimiento de culpa que nos atormenta entonces refleja tanto nuestra impotencia como nuestra determinación de liberarnos de estos condicionamientos.
Preguntas para alcanzar mayor claridad
Así, es preciso un trabajo para recuperar la integridad que permita ser “uno mismo” con los hijos. Este trabajo empieza, inevitablemente, por prestar atención a lo que proyectamos sobre nuestros hijos y por el retorno incansable sobre nuestra propia vivencia de la infancia. Continúa sacando a la luz las dinámicas familiares que han determinado el sentido de nuestra existencia, los legados insidiosos que nos han encerrado en un rol frente a nuestros propios padres (un hijo o una hija rebelde, por ejemplo), así como el sufrimiento que ha provocado de modo inexorable la negación de nuestro ser.
Este recorrido hacia uno mismo no es del todo apacible. Cuando las emociones afloran, es difícil encararlas y evitar hacerles pagar a nuestros hijos por estas; evitar hacerlos responsables del sentimiento de impotencia que emerge de nuestra propia infancia, y no condenar nuestros traspiés inevitables como demasiado a menudo lo hicieron nuestros padres. ¿Por qué me muestro reticente a satisfacer las necesidades de mi hijo(a)? ¿A qué me remite su espontaneidad? ¿De qué manera se quebrantaron mis propios impulsos de vida? Preguntas como estas pueden arrojar alguna luz[7].
Estoy convencido de que no hay “buenos” o “malos” padres, sino adultos que vuelven a representar su historia con un anhelo más o menos firme de liberarse de ella. La falta de trabajo sobre uno mismo obliga a llevar a cuestas la sensación de “hacer las cosas mal” una reproducción de lo que nuestros padres hicieron mal con nosotros. En vez de incriminar a la benevolencia educativa, acojamos más bien la disonancia que se pone de manifiesto en el sentimiento de culpa. Aprovechemos esta disonancia para poner las cosas en orden, y para devolver a nuestros progenitores el pesado lastre de su educación.
Marc-André Cotton
© M.A. Cotton 06.2017 / www.regardconscient.net
Traducción del francés: Lina Escovar
Notas:
[1] Claude Halmos entrevistada por Agnès Leclerc, « Éducation : “Les parents veulent échapper au conflit avec l’enfant” », Le Figaro, 04.03.2016, http://www.lefigaro.fr/actualite-france/2016/03/04/01016-20160304ARTFIG00327-les-parents-veulent-echapper-au-conflit-avec-l-enfant.php.
[2] Béatrice Kammerer y Amandine Johais, Comment éviter de se fâcher avec la Terre entière en devenant parent, la parentalité en 9 questions qui divisent, Éditions Belin, 2017, p. 246.
[3] Íbid., p. 256.
[4] Mme Elle, « Les limites de l’éducation positive », La belle vie Family, 17.07.2016, https://labelleviefamily.com/2016/07/17/les-limites-de-leducation-positive/.
[5] Amandine Grosse, « Parentalité positive : le nouveau dogme éducatif ? », Milk No 51, marzo de 2016, http://www.milkmagazine.net/parentalite-positive/.
[6] Se trata, por ejemplo, de las investigaciones en salud primal del Dr. Michel Odent. Leer « Santé primale : cette période cruciale de l’enfantement », Regard conscient, marzo de 2001, https://regardconscient.net/archi03/0301odent.html.
[7] Ver también nuestro video del taller « Travailler sur soi au quotidien : l’approche de Regard conscient », Regard conscient, 07.2017, www.regardconscient.net/archi17/1708ateliertravailsursoi.html.